
El hijo que se perdió: una historia de dolor
La historia del hijo pródigo es una de las más conocidas del Evangelio, pero hoy quiero invitarte a mirarla una vez más, no solo como una parábola antigua, sino como un espejo para nosotros, los que creemos.
Jesús cuenta que un padre tenía dos hijos. El menor, en un acto de rebelión, le pide la herencia a su padre, ¡cuando aún estaba vivo! Es como si le dijera: “Para mí estás muerto”. Aun así, el padre se la entrega.
Este hijo toma el dinero, vende lo que le correspondía, y se va lejos. Desprecia su hogar, su familia, su herencia… y a su padre.
Pero como bien sabemos, esa vida “libre” lo lleva a la ruina. Lo pierde todo, llega el hambre, y termina deseando comer lo que comen los cerdos.
En su miseria, recuerda la casa del padre. Recuerda que hasta los jornaleros allí viven mejor. Entonces decide regresar. No como hijo, sino como sirviente.
Un padre que nunca dejó de esperar
Y aquí viene la parte más conmovedora:
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo ve. ¿Por qué lo ve? Porque lo esperaba. Cada día, ese padre miraba el camino, soñando con que su hijo volviera.
Y cuando por fin lo ve, no lo juzga, no le exige explicaciones… ¡corre hacia él! Lo abraza, lo besa, lo restaura.
El padre no solo lo recibe. Lo celebra.
“Maten el ternero más gordo, traigan la mejor ropa, pongan un anillo en su dedo… ¡mi hijo ha vuelto!”
“Estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado.”
La alegría incomprendida
Y aquí quiero hacer una pausa.
Imagina que una madre o un padre pierde a uno de sus hijos. ¿Qué harían? Lo buscarían con lágrimas, abandonarían todo, no dormirían, no comerían bien, solo pensarían en encontrarlo. Cada día sería angustia. Cada segundo, un dolor.
Y si ese hijo aparece… ¿cómo no van a alegrarse?
¿Quién podría quedarse indiferente?
Pero ahora imagina que el otro hijo, el que se quedó en casa, se molesta por la alegría de sus padres.
“¿Por qué estás tan feliz? ¿Por qué haces fiesta por él?”
¿Qué sentiría ese padre? ¿No te parece cruel esa actitud?
Y entonces pensé: ¿No seré yo ese hijo mayor?
¿Y el hijo mayor? Una lección para nosotros
En la iglesia, en la vida, ¿cómo miro a quienes regresan, a quienes tropiezan, a quienes no son como yo espero?
¿Será que a veces también tengo un corazón cerrado, que no entiende al Padre?
Porque el hijo mayor, el que siempre estuvo cerca, también estaba lejos en su corazón.
Él pensaba que tenía que “merecer” el amor de su padre, que debía ganárselo con esfuerzo.
No entendía que todo lo que tenía el padre, también era suyo.
Y más aún: no entendía el corazón del padre.
Cuando el hijo mayor se queja, el padre le responde con ternura:
“Todo lo mío es tuyo, pero este hermano tuyo estaba perdido… y ha regresado. ¿Cómo no vamos a alegrarnos?”
¿Cómo reaccionaríamos nosotros?
Jesús termina la historia ahí. No sabemos si el hijo mayor entra a la fiesta o no.
Pero esa pregunta queda abierta, para ti y para mí:
¿Qué haremos nosotros?
¿Nos alegraremos con el Padre?
¿O nos quedaremos fuera, encerrados en nuestro orgullo religioso?
Oración final
Señor, perdónanos si muchas veces hemos sido como el hijo mayor.
Si hemos juzgado, si hemos cerrado nuestro corazón, si no hemos entendido tu amor.
Danos tu corazón, Señor. Ayúdanos a recibir a todos los que regresan a ti con alegría, sin reservas, sin condiciones.
Y haznos instrumentos de tu gracia, para guiar a otros de regreso a casa.
En el nombre de Jesús. Amén.
Lucas 15:11–32 (NVI)
11 Jesús continuó: «Un hombre tenía dos hijos.
12 El menor de ellos le dijo a su padre: “Papá, dame lo que me toca de la herencia”. Así que el padre repartió sus bienes entre los dos.
13 Poco después, el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano. Allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia.
32 Pero teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado.»
🔗 Leer en línea: Lucas 15:11–32 (NVI) – BibleGateway